Ante
todo, vaya mi felicitación por el hermoso texto que puso en mis manos: hermoso,
por lo poético; terrible, por lo que revela; sorpresivo, por el proceso
creativo que evidencia.
“Gr mh gr mh”: sílabas ininteligibles,
pronunciadas como anunciando el nacimiento imposible de algún lenguaje
paralelo, inician este nuevo libro. Sílabas ininteligibles que, sin embargo,
conforme avancemos en el texto, entrañarán un sentido acaso más humano que el
utilizado por los hombres. Y me pregunto, ¿dónde, en el ya vasto territorio
verbal de este poeta escuché sílabas semejantes? La respuesta viene del fondo
del inconsciente: allí están, no las mismas, pero sí análogas: “grr r oh”, “gr
r oh”, “gr h”, sí, cuando según su propia y tremenda fábula, dios creó la
amargura, y fue entonces la obscuridad, “esta línea de tinieblas que yo labro /
con lápiz electrónico / para ti”, dijo dios, “esta fábula sangrienta”: la
creación, la historia, nuestro mundo. Palabras de su poemario Eloy Alfaro híper star, obra publicada
en el 2002.
En Un leve resplandor llamado Claus torna a desplegarse, en clave de
novela, la misma mirada desencantada y profundamente inquisitiva que proyecta
Puma sobre la condición humana, y, a la par, su incesante exploración sobre los
límites de la palabra, transgrediéndolos y creando un flujo narrativo que
adopta la forma de un diario o más bien de un expediente –viñetas, reflexiones,
episodios, memorias– que un hombre en el
filo de la muerte escribe al mejor amigo posible de toda su existencia,
Claus, el can fiel, varado el escribiente en un asilo para ancianos, detenido
en una fragmentaria y dilatada reflexión que abarca, no solo las incidencias de
su intransferible periplo vital sino, finalmente, de la humanidad entera.
“Estoy cansado
de esta humanidad Claus”, confiesa a Claus el narrador-protagonista, quien,
pocas páginas atrás, nos ha hecho recordar algo muy reciente, el sobrecogimiento
que todos, esta misma humanidad extraviada, sentimos al mirar en las
fotografías llegadas a través de la prensa internacional a aquel militante del
Estado Islámico en el instante mismo en que se disponía a decapitar a su
víctima:
Camarada.
Así de
mal está nuestro planeta. Cuán indescriptible puede ser la mueca (el pavor que
le hace cerrar la boca arrugadamente, el pánico que le hace esbozar la
caricatura tétrica del entrecejo) del rostro de un hombre de rodillas que
espera ser decapitado por un extremista que mira amenazante su cuchillo frente
a una cámara que reproducirá su imagen –de los dos– en vivo y en directo a la humanidad entera.
Así, en esas
pocas líneas, se alude a la posibilidad que tenemos en esta edad postmoderna de
sobrecogernos al instante, en tiempo real, de cualquier avatar inhumano que
tuviere lugar en los puntos más extremos del planeta, posibilidad bajo la cual
persisten oscuras y vastas manipulaciones financieras globales. Recordemos al
efecto: “su cuchillo frente a una cámara que reproducirá su imagen –de los dos–
en vivo y en directo”. Y sin duda,
evidente, allí también el despojo de toda humanidad que implican el gesto y el
acto, tanto de víctima, cuanto de victimario, reproducidos, como en un ritual,
en la atroz fotografía.
Si hay una
deidad central omnipresente en las páginas de este libro, es la nostalgia. La
nostalgia reviviendo proterva e implacable el pasado, no solo lo cruel o
nefasto, no solo la enfermedad y la vesania, el desamor y la mezquindad y hasta
la putrefacción de los cuerpos, sino también las pocas páginas que el amor o la
amistad transfiguran benignamente con un halo bienhechor a ese lobo, el hombre,
aquellas que permanecerán indelebles en la memoria, cuales son, entre otras,
las de la infancia, allí donde justamente aparece Claus. Pese a ello, todo ese
fluir se vuelve necesariamente fragmentario e incluso contradictorio entre unos
y otros episodios dado el paso del tiempo y también por la comparecencia, cada
vez más ominosa, de ese fantasma: el alzheimer. Ello determina, junto a otros
elementos narrativos, la peculiar estructura de la novela: su forma de diario,
pero más aún, como se dijo arriba, de expediente o dossier destinado a documentar, fragmentariamente es cierto, pero
de modo significativo, y por sobre la peripecia personal del narrador, algunas
de las líneas que marcan la deshumanización de nuestra época.
No parecen
casuales, entonces, las alusiones a Kafka y sobre todo a La metamorfosis:
Luego,
fue luego y cuando Rosamelia, mi mujer, murió, todos se cansaron de mí. Cuando
no fungí de proveedor o cabeza de familia empecé a sentirme como el bicho de
Kafka al final del pasillo, en las últimas habitaciones de las casas de mis
hijos.
O:
Dicen que Kafka escribió La metamorfosis en una noche. Imagínate
a ese estropajo humano después de esa experiencia. Imagina su sombra y la
composición ultra re contra vanguardista de una silla que sostiene el caótico
paisaje de sus vestiduras silenciosas.
Kafka, el
profeta de la extrañeza, de la ajenidad, del absurdo del tiempo que vivimos. Y
también, la sombra de nuestro Pablo Palacio. Significantes que promueven las
técnicas específicas del texto de Paúl Puma. Fragmentariedad, tono epistolar,
ritmo coloquial, interposición de viñetas, iconografía, fotografías, esbozos,
diagramas, espacios en blanco, recursos que personalizan la escritura del
autor, no solo ahora, sino desde sus primeros poemarios.
Una novela
de la que el lector saldrá transformado en su conciencia, jamás impune. Un texto de ahora, por la visión que propone
y por las estrategias narrativas puestas en juego. Un testimonio sin
concesiones de la contemporaneidad, duro e inflexible y, como en
contrapunto, profundamente poético: tal
la presencia de esa como estructura oculta previa a la textura de la página
escrita y que en realidad es el verso oculto, anterior e interior, urgido de
tornarse versículo y prosa continua y que sigue fluyendo, más allá de su
desaparición, en el ritmo incesante de la frase; tal el reconocimiento de la otra
realidad implícita que nace analógicamente de la inasequible unión de los
contrarios, ese redescubrimiento de las cosas desde la visión solo dada, en
momentos únicos, a los poetas o
videntes.
Francisco
Proaño Arandi
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